PARA REFLEXIONAR Y DEBATIR
El problema del pasado es
no pasar: a cien años de la Revolución rusa
Boaventura de Sousa Santos*
Este
año se conmemora el centenario de la Revolución rusa [1] y también los 150 años
de la publicación del primer volumen de El capital de Karl Marx. Juntar ambas
efemérides puede parecer extraño porque Marx nunca escribió con detalle sobre
la revolución y la sociedad comunista y, de haberlo hecho, resulta inimaginable
que lo que escribiese tuviera cierto parecido con lo que fue la Unión Soviética
(URSS), sobre todo después de que Stalin asumiera la dirección del partido y
del Estado. La verdad es que muchos de los debates que la obra de Marx suscitó
durante el siglo XX, fuera de la URSS, fueron una forma indirecta de discutir
los méritos y deméritos de la Revolución rusa.
Ahora
que las revoluciones hechas en nombre del marxismo terminaron o evolucionaron
hacia… el capitalismo, tal vez Marx (y el marxismo) tenga por fin la
oportunidad de ser discutido como merece –como teoría social. La verdad es que
el libro de Marx, que tardó cinco años en vender los primeros mil ejemplares
antes de convertirse en uno de los libros más influyentes del siglo XX, ha
vuelto a convertirse en un bestseller en los últimos tiempos y, dos décadas
después de la caída del Muro de Berlín, al fin estaba siendo leído en países
que habían formado parte de la URSS. ¿Qué atracción puede suscitar un libro tan
denso? ¿Qué reclamo puede tener en un momento en que tanto la opinión pública
como la abrumadora mayoría de los intelectuales están convencidos de que el
capitalismo no tiene fin y que, en caso de tenerlo, ciertamente no será
sucedido por el socialismo? Hace veintitrés años publiqué un texto sobre el
marxismo como teoría social [2]. En una próxima columna indicaré lo que, en mi
opinión, ha cambiado y no ha cambiado desde entonces, y trataré de responder a
estas preguntas. Ahora me ocupo del significado de la Revolución rusa.
Muy
probablemente, los debates que a lo largo de este año se lleven a cabo sobre la
Revolución rusa repetirán todo lo que ya se ha dicho y debatido y terminarán
con la misma sensación de que es imposible un consenso sobre si la Revolución
rusa fue un éxito o un fracaso. A primera vista, resulta extraño, pues tanto si
se considera que la Revolución rusa terminó con la llegada de Stalin al poder
(la posición de Trotsky, uno de los líderes de la revolución) como con el golpe
de Estado de Boris Yeltsin en 1993, parece evidente que fracasó. Sin embargo,
esto no es evidente, y la razón no está en la evaluación del pasado, sino en la
evaluación de nuestro presente. El triunfo de la Revolución rusa consiste en
haber planteado todos los problemas a los que las sociedades capitalistas se
enfrentan hoy. Su fracaso radica en no haber resuelto ninguno Excepto uno. En
futuras columnas abordaré algunos de los problemas que la Revolución rusa no
resolvió y siguen reclamando nuestra atención. Aquí me concentro en el único
problema que resolvió.
¿Puede
el capitalismo promover el bienestar de las grandes mayorías sin que esté en el
terreno de la lucha social una alternativa creíble e inequívoca al capitalismo?
Este fue el problema de que la Revolución rusa resolvió, y la respuesta es no.
La Revolución rusa mostró a las clases trabajadoras de todo el mundo, y muy
especialmente a las europeas, que el capitalismo no era una fatalidad, que
había una alternativa a la miseria, a la inseguridad del desempleo inminente, a
le prepotencia de los patrones, a los gobiernos que servían a los intereses de
las minorías poderosas, incluso cuando decían lo contrario. Pero la Revolución
rusa ocurrió en uno de los países más atrasados de Europa y Lenin era
plenamente consciente de que el éxito de la revolución socialista mundial y de
la propia Revolución rusa dependía de su extensión a los países más
desarrollados, con sólida base industrial y amplias clases trabajadoras. En
aquel momento, ese país era Alemania. El fracaso de la Revolución alemana de
1918-1919 hizo que el movimiento obrero se dividiera y buena parte de él pasase
a defender que era posible alcanzar los mismos objetivos por vías diferentes a
las seguidas por los trabajadores rusos. Pero la idea de la posibilidad de una
sociedad alternativa a la sociedad capitalista se mantuvo intacta. Se
consolidó, así, lo que se pasó a llamarse reformismo, el camino gradual y democrático
hacia una sociedad socialista que combinase las conquistas sociales de la
Revolución rusa con las conquistas políticas y democráticas de los países
occidentales. En la posguerra, el reformismo dio origen a la socialdemocracia
europea, un sistema político que combinaba altos niveles de productividad con
altos niveles de protección social. Fue entonces que las clases trabajadoras
pudieron, por primera vez en la historia, planear su vida y el futuro de sus
hijos. Educación, salud y seguridad social públicas, entre muchos otros
derechos sociales y laborales. Quedó claro que la socialdemocracia nunca
caminaría hacia una sociedad socialista, pero parecía garantizar el fin
irreversible del capitalismo salvaje y su sustitución por un capitalismo de
rostro humano.
Entretanto,
del otro lado de la “cortina de hierro”, la República Soviética (URSS), pese al
terror de Stalin, o precisamente por su causa, revelaba una pujanza industrial
portentosa que transformó en pocas décadas una de las regiones más atrasadas de
Europa en una potencia industrial que rivalizaba con el capitalismo occidental
y, muy especialmente, con Estados Unidos, el país que emergió de la Segunda
Guerra Mundial como el más poderoso del mundo. Esta rivalidad se tradujo en la
Guerra Fría, que dominó la política internacional en las siguientes décadas.
Fue ella la que determinó el perdón, en 1953, de buena parte de la inmensa
deuda de Alemania occidental contraída en las dos guerras que infligió a Europa
y que perdió.
Era
necesario conceder al capitalismo alemán occidental condiciones para rivalizar
con el desarrollo de Alemania oriental, por entonces la república soviética más
desarrollada. Las divisiones entre los partidos que se reclamaban defensores de
los intereses de los trabajadores (los partidos socialistas o socialdemócratas
y los partidos comunistas) fueron parte importante de la Guerra Fría, con los
socialistas atacando a los comunistas por ser conniventes con los crímenes de
Stalin y defender la dictadura soviética, y con los comunistas atacando a los
socialistas por haber traicionado la causa socialista y ser partidos de derecha
muchas veces al servicio del imperialismo norteamericano. Poco podían imaginar
en ese momento lo mucho que los unía.
Mientras
tanto, el Muro de Berlín cayó en 1989 y poco después colapsó la URSS. Era el
fin del socialismo, el fin de una alternativa clara al capitalismo, celebrado
de manera incondicional y desprevenida por todos los demócratas del mundo. Al
mismo tiempo, para sorpresa de muchos, se consolidaba globalmente la versión
más antisocial del capitalismo del siglo XX, el neoliberalismo, progresivamente
articulado (sobre todo a partir de la presidencia de Bill Clinton) con la
dimensión más depredadora de la acumulación capitalista: el capital financiero.
Se intensificaba, así, la guerra contra los derechos económicos y sociales, los
incrementos de productividad se desligaban de las mejoras salariales, el
desempleo retornaba como el fantasma de siempre, la concentración de la riqueza
aumentaba exponencialmente. Era la guerra contra la socialdemocracia, que en
Europa pasó a ser liderada por la Comisión Europea, bajo el liderazgo de Durão
Barroso, y por el Banco Central Europeo.
Los
últimos años mostraron que, con la caída del Muro de Berlín, no colapsó
solamente el socialismo, sino también la socialdemocracia. Quedó claro que las
conquistas de las clases trabajadoras en las décadas anteriores habían sido
posibles porque la URSS y la alternativa al capitalismo existían. Constituían
una profunda amenaza al capitalismo y este, por instinto de sobrevivencia, hizo
las concesiones necesarias (tributación, regulación social) para poder
garantizar su reproducción. Cuando la alternativa colapsó y, con ella, la
amenaza, el capitalismo dejó de temer enemigos y volvió a su voracidad
depredadora, concentradora de riqueza, rehén de su contradictoria pulsión
para, en momentos sucesivos, crear inmensa riqueza y luego después destruir
inmensa riqueza, especialmente humana.
Desde
la caída del Muro de Berlín estamos en un tiempo que tiene algunas semejanzas
con el periodo de la Santa Alianza que, a partir de 1815 y tras la derrota de
Napoleón, pretendió barrer de la imaginación de los europeos todas las
conquistas de la Revolución francesa. No por coincidencia, y salvadas las
debidas proporciones (las conquistas de las clases trabajadoras que todavía no
fue posible eliminar por vía democrática), la acumulación capitalista asume hoy
una agresividad que recuerda al periodo pre-Revolución rusa. Y todo lleva a
creer que, mientras no surja una alternativa creíble al capitalismo, la
situación de los trabajadores, de los pobres, de los emigrantes, de los
jubilados, de las clases medias siempre al borde de la caída abrupta en la
pobreza no mejorará de manera significativa. Obviamente que la alternativa no
será (no sería bueno que fuese) del tipo de la creada por la Revolución rusa.
Pero tendrá que ser una alternativa clara. Mostrar esto fue el gran mérito de
la Revolución rusa.
Notas:
[1] Cuando me refiero a la Revolución rusa, me refiero exclusivamente
a la Revolución de Octubre, ya que fue la que sacudió el mundo y condicionó la
vida de cerca de un tercio de la población mundial en las décadas siguientes.
Fue precedida por la Revolución de Febrero de ese mismo año, que depuso al zar
Nicolás II y se prolongó hasta el 26 de octubre (según el calendario juliano
entonces vigente en Rusia) cuando los bolcheviques, liderados por Lenin y
Trotsky, tomaron el poder con las consignas “Paz, pan y tierra” y “¡todo el
poder para los soviets!”, es decir, los consejos de obreros, campesinos y
soldados.
[2] Véase el capítulo “Todo lo sólido se desvanece en el aire.
¿También el marxismo?”, en De la mano de Alicia: lo social y lo político en la
postmodernidad, Siglo del Hombre, Colombia, 1998, págs. 21-53.
*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la
Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la
Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de
Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo.
Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo
en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores
del Foro Social Mundial.
Artículo enviado a Other News por el autor. Traducción de Antoni
Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
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