PUBLICADO POR CRÓNICA DIGITAL EL 4 DE ABRIL DE 2016
Trabajaba en el Departamento de Prensa de Radio
Chilena, cuando el día lunes 4 de diciembre de 1978, mientras preparaba mi
grabadora para dirigirme a reportear a los Tribunales de Justicia, Guillermo
Hormazábal, director de Prensa, me comunica que mi pauta noticiosa incluye
entrevistar al presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez Montero. El
propósito era preguntarle acerca de una solicitud de investigar presentada a
dicho tribunal, – según dijo – por una comisión de “Hombres Buenos“,
tras comprobar la existencia de una pila de cuerpos sin vida al interior de
unos hornos de una mina abandonada de Lonquén.
Radio Chilena, reconocida como “La voz
de los sin voz“; de propiedad de la congregación Salesiana y
Arzobispado de Santiago, siguiendo las directrices del cardenal Raúl Silva
Henríquez y su ardua tarea humanitaria en defensa de los perseguidos y
promoción de los derechos humanos, condenaba la represión de la dictadura
militar y no se sometía a la censura. Sus servicios informativos difundían lo
que la mayoría de los medios de comunicación callaban.
En la fotografía, cubriendo una conferencia de
prensa presidida por la doctora Paz Rojas, directora del Departamento de
Investigación y Tratamiento de la Tortura del Comité de Derechos del Pueblo,
Codepu.
Por las banderas de la verdad
Al llegar esa tarde a los Tribunales, me encontré
con los periodistas, Miguel Yunisic y Víctor Hugo Albornoz, de los diarios “El
Mercurio” y “La Tercera de la Hora”. Ambos estaban sentados en uno de los
escaños del pasillo principal del palacio como lo hacían siempre. Era su
cocinería periodística judicial que lograba convertir en grandes titulares de
portadas y de la crónica roja las sentencias condenatorias destinadas a los
autores de espeluznantes crímenes pasionales, y los casos de excarcelaciones de
narcotraficantes y estafadores de cuello y corbata.
Estos
temas no eran de interés para la radio, pero me reunía con ellos porque
dicha repartición no disponía de una sala de Prensa, ni encargado de
Relaciones Públicas y por ello enfrentábamos muchas dificultades para acceder a
una información. La más a mano era una pizarra que publicaba la tabla de vistas
que serían abordadas en cada una de las respectivas salas de la corte Suprema y
de Apelaciones. Si no entrábamos a escuchar los alegatos de los abogados había
que esperarlos largas y eternas horas o leer fallos y y recursos escritos en
unos enormes libracos y gruesos expedientes, cuyas hojas los oficiales cosían
unas a otras, pasando una aguja con un cordel de cáñamo.
Pese
a las diferencias de líneas editoriales y de propiedad de nuestros respectivos
medios de comunicación, según los temas, a veces reporteábamos juntos y nos
apoyábamos mutuamente. Según esta lógica, los invité a solicitar una
audiencia al presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez. No quisieron
acompañarme, señalando que a nivel de pasillo, los rumores circulando indicaban
se trataba de osamentas de antigua data. Nadie quería decir nada.
Tampoco
nada pude explicar. Y es que no portaba fotocopias de la denuncia, solo sabía
lo que me había dicho mi jefe: el escrito firmado por el obispo Enrique Alvear,
el vicario Episcopal de la Solidaridad, Cristián Precht y los abogados Máximo
Pacheco y Alejandro González, pedía iniciar a una investigación.
– ¡Sígame por aquí!, me dice el secretario
del presidente del tribunal supremo, guiándome hacia el despacho del
magistrado. Recuerdo que su apellido era Peña y que los periodistas más
antiguos le llamaban “Peñita”, reconociendo su buen trato y amabilidad para con
ellos durante la solemne ceremonia que daba el vamos al Año Judicial y en la
que hasta los días de hoy la más alta autoridad de la judicatura rinde cuentas
del quehacer de la justicia y da a conocer los lineamientos a seguir.
Al llegar al despacho, el magistrado me esperaba
sentado a la mesa de su escritorio. Sin saludarme, deteniendo su mirada en
mis viejos blue-jeans y blusa tipo túnica hindú, me indica con un leve gesto un
tanto despectivo dónde sentarme y luego anticipándose a mis preguntas, medio
paternalista y bonachón, me advierte que no tiene información acerca del
cometido de la audiencia.
De inmediato respondo que no se busca conocer su
opinión sino saber el curso que se le ha dado a la denuncia de la existencia de
cuerpos sin vida en unos hornos presentada por una comisión de “Hombres
Buenos”. También le digo que tenía antecedentes de que dicho escrito mencionaba
en calidad de testigos a los directores de las revistas “Qué Pasa” y “Hoy”.
Aún no terminaba la frase – visiblemente molesto –
se levanta de su sillón e irguiéndose sobre su sólida contextura de casi dos
metros de alto, tozudamente vuelve a señalar que no tenía nada que decir y me
aconseja ir a preguntarle al cardenal Silva Henríquez y a sus curitas rojos,
pretendiendo convencerme que ellos tenían mayores antecedentes, además de
mencionar que eran los dueños de la radioemisora donde trabajaba. Quizás
pensaba, no lo sabía.
El magistrado que había asumido la presidencia de
la Corte Suprema en mayo de 1978, no se ajustaba a formalismos ni protocolos.
Era más bien un hombre de carácter rudo, explosivo. No accedía a entrevistas y
de hecho, sabíamos que para evitar el asedio de la prensa, entraba y salía de
su oficina a través de un ascensor privado y pasadizos de tránsito exclusivo
que lo conducían hacia la zona de los estacionamientos. Un par de años después,
atentaron contra su vida en dos oportunidades, quedando levemente herido.
“Los desaparecidos me tienen curco”, le respondió
el magistrado Israel Bórquez a la periodista Carmen Johns, una frase
marcada a fuego en la memoria histórica que sella el abandono de deberes de la
administración de la Justicia. En la fotografía, entrevistando a los abogados
Jaime Castillo Velasco, presidente de la Comisión Chilena de Derechos Humanos,
y Fabiola Letelier, hermana del canciller Orlando Letelier, asesinado en
Washington por agentes de la dictadura.
Para que esta verdad no muera
Sentada a la mesa de su escritorio frente a él,
asumiendo, seguiría negándose a responder, me atrevo a encauzar la pregunta
hacia la aceptación o denegatoria de investigar. Estaba muy nerviosa, casi
tiritando. Era joven, no tenía mucha experiencia en las trincheras
periodísticas, llevaba apenas dos años de ejercicio profesional y la misma suma
de años radicada en la capital, procedente de la Escuela de Periodismo de la Universidad
Católica del Norte de Antofagasta.
Sin saber que más preguntar, de repente vino a mi
mente el recuerdo de las sesiones de los alegatos en las salas de las cortes,
específicamente aquellos momentos cuando los abogados se dirigían a los
ministros, tratándoles de Usía, Su excelencia, Sus señorías, Vuestras señorías.
Este lenguaje leguleyo – a estas alturas – me resultaba un tanto familiar y
entonces, a modo de última instancia, antes de bajar mis banderas y caer
rendida frente a los innumerables intentos realizados, le hablo como si fuera
un abogado o al menos como yo creía que era. Y digo algo más o menos así:
– “Su Señoría, a nivel eclesial, ni el
cardenal como máxima autoridad, ni sacerdotes, ni curas, ni párrocos, ni la
iglesia toda, y a nivel judicial, ni el presidente de la Corte de Apelaciones,
ni magistrados, ni ministros de corte, ni relatores, ni oficiales de salas.
Nadie. Todos. Ninguno de ellos, excepto usted, sólo usted, en su condición de
presidente de la Excelentísima Corte Suprema de Justicia de Chile, puede
responder a esta única pregunta: ¿El tribunal acogió o denegó la solicitud de
investigar el hallazgo masivo de restos humanos en una mina de Lonquén?”.
Un silencio sepulcral invadía la oficina. Tal vez,
él tenía temor o una orden del ejecutivo. Estábamos frente al hallazgo del
primer cementerio clandestino, que por un lado develaba indesmentiblemente la
mano asesina del régimen militar y por otro confirmaba lo que ya muchos
sospechaban: los detenidos desaparecidos estaban muertos. Las autoridades
militares y civiles hasta entonces los negaban, decían era una farsa, un
montaje introducido al país por operadores del marxismo internacional. En 1975,
el embajador Sergio Díez, delegado de Chile ante Naciones Unidas, había dicho
que algunas personas que se reclamaban como detenidos desaparecidos no tenían
identidad legal o sea no existían. Otras explicaciones mencionaban que
algunos de ellos habían pasado a la clandestinidad y a sus esposas respondían, despiadadamente,
que habían abandonado sanos y salvos el país con otros nombres y con otras
mujeres.
¿El tribunal acogió o denegó investigar la
denuncia del hallazgo?, insisto nuevamente.
Regresando lentamente a su escritorio, el
magistrado por fin admite responderá mis preguntas, pero establece la condición
de apagar mi grabadora y reservar la fuente de información bajo secreto
periodístico. Obviamente apruebo de inmediato su solicitud, y acto seguido,
procede a decir lo siguiente:
– “Los ministros de la Excelentísima Corte
Suprema, reunidos en pleno extraordinario, decidieron a la fecha del 1° de
diciembre del año en curso, remitir los antecedentes al Juzgado del Crimen de
Talagante, a la jueza subrogante, doña Juana Godoy, para que instruya el
sumario“.
A continuación, dando por cerrada la audiencia,
junto con mostrarme la puerta de salida, mientras ordeno mi bolso y mi
grabadora, me amenaza de que si no respeto lo acordado me meterá de un ala a la
cárcel.
Venciendo los cercos de la censura
Abrazando mi grabadora hacia mi pecho, salgo
rápidamente de allí a la escalera de mármol rosa que conduce a la nave central
del primer piso; la de los “Pasos Perdidos”, según le llaman, considerando
conduce a todas las galerías, salas y oficinas al interior del palacio. Bajando
aquellos majestuosos peldaños, me parecía que estaba siendo seguida por una
pareja de guardias de seguridad, pensaba que traían órdenes de llevarme a los
calabozos y que quedaría atrapada en las fauces de la injusticia; la misma que
rechazaba a ojos cerrados los cientos y miles de recursos de amparo y de
protección en tiempos en los cuales dar a conocer un secuestro o una detención
resultaba algo así como un pasaporte a la vida; la misma que se negaba a
inspeccionar los lugares secretos de prisión o tortura con sus secuelas de
muerte y hacía gestos de hastío mientras los abogados batallaban
incansablemente sus defensas.
Miguel Yunisic del diario “El Mercurio”, Víctor
Hugo Albornoz de “La Tercera de la Hora” y el viejo René Escudero de la agencia
de noticias United Press Internacional, UPI, me esperaban en el primer piso
para saber los resultados de la audiencia. Por donde se le mirara, la noticia
de esta masacre de magnitud era un gran golpe noticioso y si bien en aquellos
años no tenía noción de estrategias comunicacionales, llanamente supuse que si
la dábamos a conocer todos al mismo tiempo podríamos vencer a los cercos de la
censura que se dejaba caer continuamente frente a la prensa opositora. Entonces,
sin pensarlo dos veces, decidí contarles todo a los colegas, rompiendo en el
acto lo acordado de un santiamén.
En la fotografía, cubriendo noticias del segundo
hallazgo de detenidos desaparecidos. Cuesta Barriga, Curacaví (1979).
A esa fecha, Radio Chilena no había sido silenciada
como lo fue un par de años después. Recuerdo que a las oficinas llegaban
piquetes de Carabineros a requisar sin orden judicial cintas y casetes que
contenían informaciones que daban cuenta de muertes de prisioneros ocurridas al
interior de retenes y tenencias y que casi todos los días – al cierre del
noticiario “Primera Plana”,- a las dos de la tarde, llamaban por teléfono al
director de Prensa de la Dirección Nacional de Comunicaciones (DINACOS),
presionándolo para que bajara el “tinte rojo de las noticias” y acallara
“el circo de las viejas lloronas”, refiriéndose a los familiares de
detenidos desaparecidos.
El viejo Escudero, con casi medio siglo de oficio,
comentaba que estábamos en presencia de un notición gordo que le permitía
dimensionar los alcances de la Ley de Amnistía, promulgada un par de meses
antes. Al cabo de otras consideraciones, decidimos embargar el despacho hasta
el día siguiente. Así fue como la primera noticia que informaba el hallazgo
masivo de cuerpos sin vida en Lonquén salía publicada por primera vez el 5 de
diciembre de 1978 en cuatro medios de comunicación: Diario El Mercurio, Diario
La Tercera de la Hora, Agencia UPI y Radio Chilena.
Esa noche estaba aterrorizada, me parecía más
oscura, de niebla nazi. No pude cerrar los ojos. A mi familia nada dije.
Tampoco a mi pololo. Ahora que vuelvo la vista hacia atrás, pienso, debería
haber tomado ciertas precauciones de seguridad. Al día siguiente, a primera
hora fui al kiosko de diarios más cercano de mi casa, tranquilizándome un poco
al constatar que los colegas habían respetado el acuerdo de no revelar la
fuente de información.
Días después, la prensa oficialista abordaba el
caso como si se tratara de una historia netamente policial. Hablaban de
“presuntos”, decían que podría tratarse de caídos producto de enfrentamientos
armados y no la vinculaban con el drama de los familiares de los detenidos
desaparecidos ni con la Vicaría de la Solidaridad. Este tratamiento fue
moderado a partir de las declaraciones del ministro en Visita, Adolfo Bañados,
que afirmaba no se trataba de un caso policial común y corriente, que había
citado a declarar a los familiares de los quince desaparecidos de Isla de Maipo
y que siete carabineros, a cargo del capitán jefe de la Tenencia de Isla
de Maipo, habían reconocido que los prisioneros perdieron la vida durante una
balacera perpetrada por desconocidos que les dispararon durante una caminata en
búsqueda de sus armamentos y que temerosos de venganzas y represalias los
habían ocultado en los abandonados hornos.
Ni perdón, ni olvido
“Aprovechen de rezar porque los vamos a matar”,
les decían al momento de apresarlos, golpeándoles, amarrándoles para luego
dejarlos tendidos en el suelo de una camioneta de propiedad del dueño del fundo
donde trabajaban como obreros agrícolas. El administrador los había denunciado
de organizar reuniones clandestinas y que durante el gobierno del presidente
Salvador Allende, algunos de ellos habían liderado tomas de predios y tareas de
agitación política.
Muchos años después se supo que los mataron a
golpes y que no todos fueron enterrados muertos.
También se supo que este hallazgo desplegó al
interior del ejército una alerta que dio lugar a la puesta en marcha
del operativo denominado “Retiro de Televisores”, que ordenaba desenterrar
todos los cuerpos de prisioneros asesinados que permanecían ocultos para luego
lanzarlos de helicópteros al mar abierto y lograr desaparecerlos para siempre.
En septiembre de 1979, luego que los primeros
peritajes establecieron que los restos correspondían a los quince detenidos
desaparecidos de Isla de Maipo, un juez acogió un recurso y ordenó su entrega a
sus familiares para su sepultura. Familiares, vecinos, amigos, integrantes de
las agrupaciones y movimiento por los derechos humanos organizaron un funeral
masivo que saldría de la iglesia Recoleta Dominica. Yo estaba allí reporteando
cuando entre rezos, alabanzas y cantos por la vida, observé a un grupo de
sacerdotes y diáconos que hablándose al oído iban de un lado como si se
estuviesen traspasándose un secreto.
Mis sospechas de que algo grave sucedía se
dilucidaron al ver que uno de ellos se subió al púlpito para dar a conocer la
decisión de suspender los funerales debido a nuevas diligencias judiciales. Los
familiares estallaron en lágrimas, algunos con los brazos abiertos pedían
clemencia hacia el cielo, otros gritaban ¿Hasta Cuándo?, ¿Hasta Cuándo?…
otros se desmayaban.
Una iglesia, llena de bote a bote, la gente
confundida empezó a correr hacia el sector de la puerta principal y al salir
los Carabineros procedían a detenerlas. Por ello, las cerraron y del pódium llamaban
a la calma, aconsejando abandonar el recinto de manera ordenada por una pequeña
puerta lateral y regresar cuanto antes a los hogares.
Aquella tarde, me vine con mi grabadora al centro
en una micro, y de un boliche de café, en medio del asombro y estupor de los
presentes, despaché la información a la radio, vía teléfono con voz quebraba y lágrimas
en los ojos. Después se supo que el funeral se había suspendido porque la
policía civil robó a escondidas los cuerpos del Instituto Médico Legal. De
allí, los sacaron envueltos en bolsas plásticas y los arrojaron a una fosa
común del cementerio de Isla de Maipo como si nadie los hubiese reclamado.
Entre tanta crueldad suelta, muchas veces observé a
las esposas y madres de las víctimas de Lonquén llorar con la fotos de sus
seres queridos prendidas a sus ropas, incluso las vi azotar sus rostros contra
las frías murallas de los Tribunales de Justicia. Los periodistas y fotógrafos
cubríamos las conferencias de prensa de las agrupaciones de familiares en medio
de llantos y lagrimas. Lloraban ellas y nosotros, también. Hubo días que no
podía contenerme, a veces escribía las noticias llena de rabia. Estaba
destrozada. En julio de 1980 murió víctima de la tortura, Eduardo Jara,
estudiante de Periodismo que hacía su práctica profesional, ocupando todas las
tardes mi máquina de escribir. Por esos días, también mantuvieron un día entero
secuestrado al director de Prensa de la radio.
La memoria de un pasado presente
Las diligencias judiciales continuaron sobre la
marcha. Los uniformados fueron acusados, amnistiados y posteriormente vueltos a
procesar. 25 años después los restos fueron desenterrados de la fosa común y al
comprobar fehacientemente eran ellos los volvieron nuevamente a la tierra,
desde donde habían brotado, esta vez, con un funeral masivo, homenajes, actos
de honor y una liturgia nuevamente celebrada en la Iglesia Recoleta, desde
donde partió una interminable caravana fúnebre hasta Isla de Maipo.
Los hornos fueron convertidos en un lugar de
peregrinaje, conmemoraciones y romerías por la vida, y aunque años más tarde
los dinamitaran, hoy por hoy, en lo que eran los calabozos de la tenencia
policial, último lugar que fueran vistos con vida, ahora se levanta un memorial
al igual que el sector de la fosa del cementerio parroquial y el mausoleo de
Isla de Maipo.
Con ocasión de los funerales de las quince
víctimas: don Sergio Maureira (militante del partido MAPU y cuatro hijos,
también simpatizantes de dicha colectividad política; don Enrique Astudillo y
dos hijos; don Oscar Hernández y dos hermanos, y cuatro jóvenes, Viviana
Díaz, presidente de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, comentó
que habían vencido todas las soledades y que el viento se encargaría de
marcar siempre sus nombres en los valles y montañas.
Esta memoria que se propone quedar intacta busca
entrar en la historia de aquellos que quedaron en el camino para que Nunca
Más. Lonquén significa en mapudungun En lo Bajo. Víctor Jara,
asesinado también por la dictadura militar, nació y creció en Lonquén, en Lo
Bajo. En Lo Bajo, los abajistas de abajo allí están. Vicente Huidobro, no
se equivocaba al sostener que la justicia chilena es condescendiente, blanda y
sonriente para con los de arriba, y dura, cruel e inflexible para con los de
abajo.
Sea este mi homenaje a la memoria de: Sergio
Maureira Lillo (46 años), sus hijos, Rodolfo Antonio (22 años), Sergio Miguel
(27 años), Segundo Armando (24 años) y José Manuel (26 años); Enrique
Astudillo Álvarez (51 años), y sus hijos Omar (19 años) y Ramón (27
años); Oscar Hernández Flores, y sus hermanos Carlos (39 años ) y Nelson
(32 años); Miguel Brant (22 años), Iván Ordóñez (17 años), José Herrera (17
años), y Manuel Navarro (20 años).
Myriam Carmen Pinto. Zurdos no Diestros. Historias
humanas de humanos demasiados humanos.
Marzo de 2016. Fotografías.
Archivo Fortín Mapocho; Revista Hoy; Archivo digital DIBAM; web Comité Memoria
Mapu y fotografía que muestra a Carmen Johns y Myriam Carmen Pinto,
participando en acto de homenaje a periodistas “por su compromiso con
el ejercicio de la libertad de prensa, la democracia y los derechos humanos en
tiempos de dictadura”. Universidad Central, 2013.
Por Myriam Carmen Pinto
Santiago de Chile, 4 de abril 2016
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