viernes, 10 de enero de 2014
El origen espurio de la Constitución de 1980
CHILE: LA TRAYECTORIA DE LA CONSTITUCIÓN DICTATORIAL
La dictadura
preparó en secreto su proyecto constitucional. Pocos días después del golpe de
Estado, la Junta Militar
de Gobierno creó una Comisión Constituyente encabezada por el ex ministro
Enrique Ortúzar del derechista ex Presidente Jorge Alessandri Rodríguez.
Durante cinco años este grupo preparó un anteproyecto constitucional, siguiendo
las orientaciones del gobierno dictatorial. En noviembre de 1977 el tirano
Pinochet entregó a Ortúzar instrucciones escritas por su Ministra de Justicia
Mónica Madariaga y por Jaime Guzmán, principal ideólogo del régimen, para que
elaborara un proyecto de Constitución. Al cabo de casi un año de trabajo, la Comisión Constituyente
produjo el texto encargado y el 31 de octubre de 1978 Pinochet pidió al Consejo
de Estado que comenzara a analizarlo. Al término de ese estudio, el 26 de junio
de 1980, doce días antes de la fecha fijada para que el Consejo de Estado
presidido por el ex Presidente Jorge Alessandri entregara oficialmente el proyecto
de nueva Constitución, el gobierno formó un grupo de trabajo encargado de
revisarlo a cuya cabeza quedó Mónica Madariaga. La ministra y cuatro auditores
militares, más algunos invitados ocasionales, realizaron un trabajo sigiloso e
intenso dando lugar a 175 cambios en los que se expresó el consenso esencial
del bloque dominante.
El texto
corregido fue remitido oficialmente el 8 de julio por el Consejo de Estado a la Junta de Gobierno; luego fue
analizado durante algunas semanas por juristas y algunos hombres del poder. El
10 de agosto de 1980 se aprobó la versión final. Todas las deliberaciones
fueron secretas. El 11 de agosto, el gobierno anunció por cadena nacional de
radio y televisión que en un plazo de treinta días se realizaría un plebiscito para
aprobar o rechazar el proyecto de nueva Constitución.
El menguado
"debate" ciudadano se realizó en condiciones de estado de emergencia,
receso político, control gubernamental de las publicaciones, clima de
terror generalizado y sin alternativas reales para los votantes, sin claridad
de las consecuencias jurídicas de una eventual derrota de la opción Sí
prohijada por la dictadura, sin registros electorales y sin supervisión ni
recuento electoral independiente. El gobierno solo autorizó la realización de
un meeting opositor y puso
todos los recursos del Estado, además del amplio control de los medios de
comunicación que tenían sus partidarios al servicio de la campaña por la
aprobación de la nueva Constitución.
Los resultados
oficiales del plebiscito fueron los siguientes: votos por el Sí a la nueva
Constitución: 4.204.879 (67,04%); por el No (rechazo): 1.893.420 (30,19%);
nulos: 173.569 (2,77%).
La oposición
denunció todo tipo de fraudes e irregularidades. En el 39,7% de las mesas
observadas por sus voluntarios se detectaron irregularidades. Así, en al menos
nueve provincias (Tocopilla, Chañaral, Linares, Cauquenes, Huasco, Choapa,
Valparaíso, San Antonio y Malleco), “votó” más del 100% de la población. Cinco
años más tarde, el sociólogo Eduardo Hamuy (“padre” de las encuestas de opinión
en Chile) informó que un equipo de 660 voluntarios había observado los votos y
los recuentos del plebiscito de 1980 en 981 mesas electorales escogidas al azar
en el Gran Santiago (alrededor de 10% de las 10.522 mesas en 170 locales de
votación), registrando cinco tipos de fraudes o irregularidades: recuento
erróneo de votos (contabilización de votos No y nulos como blancos o Sí, o
anulación de votos No); inconsistencias entre el número de votos contados y el
número de firmas de votantes registrados (votantes excesivos o faltantes);
recuentos no públicos; personas que votaron más de una vez; y otras
irregularidades. Aunque Hamuy no pudo cuantificar la magnitud exacta del
fraude, estimó que, a partir del 39,7% de las mesas donde se cometieron
irregularidades, era legítimo suponer que sin fraudes electorales el resultado
del plebiscito habría sido contrario al gobierno en el Gran Santiago,
concluyendo que estaba “probabilísticamente justificado dudar de la legitimidad Constitución
de 1980 e incluso negarla”.
A modo de
conclusión, puede afirmarse de la manera más taxativa que tanto en sus orígenes
como en su forma de ratificación, la Constitución de 1980 fue una imposición a la
fuerza, un acto coercitivo, jurídicamente nulo y vacío según los principios del
derecho público. Fue (y es) una Constitución de facto, del mismo modo que los
decretos leyes de la dictadura. En el momento de su promulgación fue un simple
mecanismo de prolongación de la dictadura. El texto permanente era, en esos
momentos, meramente semántico, nominal, porque solo servía para dar la
apariencia de legalidad al monopolio del poder. La Constitución efectiva
eran sus disposiciones transitorias.
Para que el
texto permanente adquiriera visos de legitimidad se requería del concurso de
otras fuerzas dispuestas a jugar el juego de las fuerzas dictatoriales y
neoliberales.
Legitimación del sistema
pinochetista por la
Concertación
Cuando era
oposición, el liderazgo de la Concertación cuestionó completamente la Constitución de 1980
y las instituciones económico-sociales impuestas por la dictadura, por
considerarlas antidemocráticas y contrarias a la justicia social.Sin embargo,
como lo reconoció su eminencia gris (Edgardo Boeninger) en 1997, dicho
liderazgo experimentó, a fines de la década de los 80, una “convergencia” con
el pensamiento económico de la derecha, situación que “políticamente no estaba
en condiciones de reconocer”.
Producto de
esa convergencia inconfesable, la dirigencia concertacionista no quiso quedar
“desnuda” ante sus bases de apoyo y le regaló a la futura oposición de derecha
la inminente mayoría parlamentaria que le aguardaba a Aylwin, a través de
reformas constitucionales concordadas con Pinochet, las que pasaron
desapercibidas en el “paquete” plebiscitado en julio de 1989. En efecto, la Constitución original
de 1980 (sobre la base del supuesto de que Pinochet sería ratificado en el
plebiscito de 1988) establecía que el futuro Presidente gobernaría con mayoría
parlamentaria simple teniendo mayoría absoluta en una Cámara y solo un tercio
en la otra. Considerando la histórica minoría electoral de la derecha, aquello
le daría a Pinochet la mayoría necesaria en el Senado con el aporte de los
senadores designados; y obtendría, gracias al sistema binominal, el tercio de la Cámara de Diputados.
Sin embargo,
su derrota en el plebiscito de 1988 generaba, con seguridad, la previsión
opuesta. Sería la
Concertación la que ganaría la mayoría en la Cámara , a pesar del sistema
binominal; y alcanzaría indefectiblemente el tercio del Senado, pese a los
senadores designados. Recordemos que el Senado original se componía de 35
miembros: 26 elegidos (2 por cada región) y 9 designados, cuyo tercio era 12. La Concertación , en el
peor de los casos, elegiría 13.
Con ello, esta
coalición no hubiese podido modificar la Constitución ni las
leyes orgánica-constitucionales por los quórum supra-mayoritarios exigidos,
tampoco las leyes de quórum calificado que requerían de la mayoría absoluta de
ambas cámaras. Pero, de todas formas, Aylwin habría quedado con la mayoría
suficiente como para transformar completamente (en la línea de lo planteado en
los 80) los sistemas laboral, sindical, de salud, universitarios, financieros,
tributarios, de juntas de vecinos y colegios profesionales, el decreto-ley de
amnistía, etc.
Esa previsión
fue liquidada por el propio liderazgo de la Concertación , que
estuvo de acuerdo con elevar los quórum para leyes simples en ambas cámaras a
mayoría absoluta, sin terminar con los senadores designados, a cambio de
algunas liberalizaciones como acotar las sanciones a quienes profesaran ideas
“totalitarias”, dejando a salvo a las personas; flexibilizar los mecanismos de
reformas constitucionales y disminuir las facultades del Ejecutivo en los estados
de emergencia.
Ciertamente
que lo anterior no se produjo debido a que una “epidemia de estulticia”
afectara al conjunto de la dirigencia concertacionista, o por temor a que
Pinochet diera un golpe para el que no existían condiciones políticas a mediados
de 1989. Menos aún con el pretexto de que la oposición no accedía a cambiar su
propio texto constitucional. La única explicación razonable nos remite a
Boeninger. Esto es, dado que la cúpula de la Concertación ya
no quería efectuar los cambios prometidos, pero no podía reconocerlo ante
sus bases, la solución estaba en generar un escenario en que ese liderazgo
efectivamente no pudiese
efectuar dichos cambios, sin estar obligado a reconocer que ya no quería
hacerlos.
En total
congruencia con lo anterior, las principales medidas políticas, económicas,
sociales y comunicacionales desarrolladas por los sucesivos gobiernos
concertacionistas llevaron ese sello: el de las concesiones a la derecha sin
que se notasen. Empezando por la tenaz negativa de dicho liderazgo a efectuar
pactos meramente electorales con la izquierda extraconcertacionista (¡arguyendo
que había sumas que restan!) en las elecciones parlamentarias; las que,
proyectando los resultados producidos, le hubiesen dado mayoría absoluta propia
a la Concertación
en ambas cámaras en 1997. Siguiendo por la virtual “autodestrucción” de todos
los medios escritos afines a la
Concertación durante la década de los 90, efectuadas por
políticas (hasta ahora inconfesadas) diseñadas por los propios gobiernos, como
ha sido reiteradamente denunciado –sin desmentido alguno hasta la fecha- por
varios directores de esos medios. Continuando, al mismo tiempo, con la
“neutralización” de TVN, al establecerse por ley directorios virtualmente
paritarios con la derecha que bloquearon la posibilidad de efectuar debates
plurales entre pinochetistas y anti-pinochetistas sobre lo que había sido la
obra de la dictadura. Y terminando, respecto de los medios de comunicación
existentes, con la privatización del Canal de la Universidad de Chile,
que pudo haber contribuido a un debate plural sobre el estado del país y su
historia reciente.
Otro elemento
en esta dirección lo proporcionó, no solo la ausencia de revisión de
privatizaciones de servicios públicos fundamentales o de riquezas básicas
efectuadas por la dictadura (procesos que destacaron, además, por sus turbios
conflictos de intereses), sino la continuación de aquellas en forma de ventas o
de concesiones a grandes capitales nacionales y extranjeros, como el caso del
agua, del sistema portuario, de la pesca, de los caminos y, sobre todo, de la
desnacionalización de más del 70% de la gran minería del cobre. Esto unido a
políticas que profundizaron el perfil primario exportador de la economía;
nuestro alejamiento de los procesos de integración regionales; y la frenética
búsqueda de la inserción solitaria en el mercado mundial, que culminó con
decenas de tratados bilaterales de libre comercio.
Por otro lado,
los sucesivos gobiernos de la
Concertación o parlamentarios de ese conglomerado buscaron
reiteradamente –en acuerdo con la derecha- avalar la impunidad establecida por
el decreto-ley de amnistía o aprobar leyes que disminuyeran ostensiblemente las
penas de quienes llevaron a cabo las desapariciones forzadas o las ejecuciones de
personas. Fueron los casos del “acuerdo-marco” de 1990, del proyecto de ley
Aylwin de 1993, del proyecto de ley Frei y del “acuerdo Figueroa-Otero” de
1995, del proyecto de ley de la
Comisión de Derechos Humanos del Senado de 1998, del proyecto
de ley de inmunidad de Lagos de 2003, de un proyecto de ley de senadores
concertacionistas y de derecha de 2005, y de su reflotamiento por Bachelet en
2007. Afortunadamente, todos esos proyectos fracasaron por la dura oposición de
las agrupaciones y organizaciones de derechos humanosy del eco que esta
resistencia provocó en varios parlamentarios de la propia Concertación.
Desgraciadamente
no pasó lo mismo con el proyecto de ley de Lagos –aprobado en 48 horas en 2004-
destinado a brindar una virtual impunidad a los torturadores, al establecer un
secreto de 50 años para todas las denuncias efectuadas ante la Comisión Valech ,
además de una prohibición al Poder Judicial de tener acceso a dichos datos.
La genuina
voluntad concesiva reconocida por Boeninger en 1997 fue ratificada
completamente cuando Lagos (entre 2000 y 2002) y Bachelet (entre 2006 y 2007)
adquirieron finalmente una mayoría absoluta en ambas cámaras, sin hacer nada
por desmantelar la institucionalidad económica, social y cultural impuesta por
la dictadura. Asimismo, cuando los gobiernos de Frei, Lagos y Bachelet se
negaron a devolverle a Víctor Pey los bienes del confiscado diarioClarín,
con el –obviamente- entusiasta apoyo en ese sentido del duopolio “El
Mercurio-Copesa” y del conjunto de la derecha. Y cuando los gobiernos de Lagos
y Bachelet (que por su denominación de socialistas generaron aprensiones en la
derecha) terminaron en medio de los más exultantes panegíricos prodigados por
una pléyade de políticos, economistas y empresarios de derecha, nacionales y
extranjeros.
Por último, la
culminación de todo este proceso –desde el punto de vista institucional- lo
representó el hecho de que en 2005 el liderazgo de la Concertación ¡hiciera
suya la Constitución
del 80!, a través de su firma por Lagos y todos sus ministros, sustituyendo así
la de Pinochet, a cambio de la eliminación de los elementos más impresentables
de la autonomía militar: La inamovilidad de los Comandantes en Jefe de las
Fuerzas Armadas y Carabineros, y la existencia de un Consejo de Seguridad
Nacional que, por su composición y atribuciones, socavaba ostensiblemente la
subordinación de aquellos a las autoridades civiles electas. Es importante
destacar que la Ley
Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas (impuesta por
Pinochet y “protegida” por el virtual veto de la derecha) quedó intacta y que ella estipula diversas
disposiciones que le confieren a dichas instituciones grados de autonomía
incompatibles con un sistema político auténticamente democrático.
Las otras
reformas aparentemente democratizadoras –la eliminación de los senadores
designados y vitalicios; y el hecho de sacar del texto constitucional el
sistema electoral binominal- significaron poco o nada. El primero, debido a que
por la forma de su designación y por el creciente número de senadores
vitalicios concertacionistas, no era claro que desfavoreciese a la derecha. Y
el segundo, debido a que la inclusión en una ley orgánica constitucional que
bajaba los quórum para su reforma de 3/5 a 4/7, ¡se hizo con la salvedad de que
para reformar específicamente dicho sistema, se mantenía la exigencia de
3/5! Es decir, constituyó un verdadero fraude jurídico y político al conjunto
de la sociedad chilena.
En conclusión,
los gobiernos de la
Concertación legitimaron, consolidaron y perfeccionaron
pacíficamente la obra refundacional impuesta a sangre y fuego por la dictadura.
Así como era imposible en 1973 que un modelo neoliberal fuera aceptado por la
sociedad chilena, también le era imposible a la derecha
en 1990 generar las condiciones para que dicho modelo fuese efectivamente
legitimado y consolidado. Ese rol solo podía desempeñarlo una coalición
gobernante –nominalmente- de centroizquierda. Ese fue, en definitiva, el rol
histórico principal de la
Concertación.
Foro por la Asamblea Constituyente
Santiago, enero de 2014.
Twitter: @foroporlaAC
Página web: http://www.convergenciaconstituyente.cl
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