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Algunas publicaciones llegadas:
Compas queridos,
Esta noche, hora europea, nos deja a los 95 años,
NELSON MANDELA “MADIBA”.
Con el ejemplo de estos hombres y mujeres que nos
demuestran con su ejemplo que se debe avanzar sin tranzar con el enemigo.
Nuestra senda está llena de Madibas, a por ello compañeros!
Avancemos creando el poder popular
¡ AMANDLA!!!! ANC, NI PERDON NI OLVIDO!
Abrazos,
Victoria
UN PEQUEÑO HOMENAJE A UN GRANDE
DE LA HISTORIA...
A UN LIBERTARIO DE LA HUMANIDAD: NELSON
MANDELA
FRASES Y REFLEXIONES DE DON
NELSON MANDELA, LÍDER DE LA
LIBERTAD
1.- “Si yo tuviera el tiempo en
mis manos haría lo mismo otra vez. Lo mismo que haría cualquier hombre que se
atreva a llamarse a sí mismo un hombre”.
2.- “No es valiente aquel que no tiene miedo sino
el que sabe conquistarlo. ... El hombre valiente no es el que no siente miedo,
sino aquel que conquista ese miedo”.
3.- “Los verdaderos líderes deben
estar dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de su pueblo”.
4.- “Me gustan los amigos que
tienen pensamientos independientes porque suelen hacerte ver los problemas
desde todos los ángulos”.
5.-”Solo los hombres libres
pueden negociar (...). Vuestra libertad y la mía no pueden separarse”.
6.- “La muerte es algo
inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para
con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo
y que, por lo tanto, dormiré por toda la eternidad”.
7.- “Yo no tenía una creencia
específica, excepto que nuestra causa era justa, era muy fuerte y que estaba
ganando cada vez más y más apoyo”.
8.- “Mucha gente en este país ha
pagado un precio antes de mí, y muchos pagarán el precio después de mí”.
9.- “Nadie nace odiando a otra
persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que
aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede
enseñar a amar, el amor llega más naturalmente al corazón humano que su
contrario”.
10. “Siempre parece imposible
hasta que se hace”.
11. “La educación es el arma más
poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.
12. “Porque ser libre no es
solamente desamarrarse las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete
y mejore la libertad de los demás”.
13. “La mayor gloria no es caer,
sino levantarse siempre”.
14. “Si no hay comida cuando se
tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia
y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una
cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”.
A propósito de la muerte de Nelson Mandela
¿De cuál Mandela
estamos hablando?
De Madiba a Cuito Cuanevale
MADIBA, significa “padre”, en lengua xoxa, es como hasta sus
noventa y cinco años se conocía popularmente a Nelson Rolihlahla Mandela, quien
nació un 18 de julio de 1917. Hoy Mandela es un símbolo de la convicción
de los mas altos ideales de la humanidad que lo llevaron a prisión en 1962,
donde paso 27 años humillantes aislado en una celda sin comunicación con el
mundo.
En esa época de combate, de constante lucha contra el Apartheid, nadie daba
apoyo a ese antiguo militante y solo Cuba contribuyó a formar el Wunkhoto We
Sizwe (La Lanza
de la Nación)
que era el brazo armado del Congreso Nacional Africano. Para esa época no
existían quienes hoy le rinden homenaje, quienes lo buscan para los flashes de
los periódicos y medios de difusión o aquellos que buscan parecidos forzados
con frases y oraciones bien escritas y estructuradas de sensibilidades falsas.
El actual presidente de Estados Unidos, Barack Obama, hizo un prólogo al último
libro de Nelson Mandela “Conversaciones sobre mí mismo”, un prólogo bien
escrito obedeciendo a una estrategia de venta de los editores, pero también es
una búsqueda forzosa para compararse con Mandela.
No por casualidad la primera dama de USA, Michel Obama,
estuvo en el mes de junio del 2011 en Sudáfrica y hacerse una publicidad
anticipando el aniversario de Mandela quien estaba abatido de un cáncer de
próstata desde el año 2001. Cuando Obama dice en el prólogo al libro de
Mandela que “es un ser humano que eligió la esperanza sobre el miedo, y el
progreso en vez de prisión del pasado”, pretende interpretar al estilo muy romántico
hollywoodense de que Mandela no tuvo “temor” a morir, y todos tenemos temor,
miedo, pero Mandela no tuvo pánico, que es distinto, pues, como dice Pablo
Freire, todos en algún momento de nuestras vidas tenemos miedo, pero lo que no
debe es envolvernos el pánico y Mandela no lo tuvo, se armó con su fortaleza
interna que desde afuera se la daban las luchas de los movimientos de
liberación de África, América Latina, el Caribe y el heroico Vietnam, el
estímulo de la creación de la
Organización de Estados Africanos, con la fuerza de Jomo
Kenyata, Kwame Kruma, Sekou Toure, la solidaridad activa cubana, proceso que
culminaría con la derrota de la invasión Sudafricana a Angola en 1988 con la Batalla de Kuito Kuanavale
donde se selló la independencia total de Angola, Namibia y la desestructuración
del régimen del Apartheid que conduciría a la libertad de Nelson Mandela en
febrero de 1990, contando con la fuerza militar cubana, la Swapo donde destacan los
nombres del angolano General Luis Faceira (con quien hemos conversado sobre
estos temas) al igual con el General Cinta Frías (de Cuba), leyendas vivientes
que lograron derrotar la “operación del desierto” sudafricana constituida por
más de cien mil hombres contra 40 mil entre angolanos, namibianos y
cubanos. Y eso no lo reconocen ni lo reconocerán jamás Estado Unidos ni el
actual inquilino de la casa Blanca. Hablar de esperanza para el caso de
Nelson Mandela es hablar de la esperanza redimida que ese hombre sintió cuando
se produjo la derrota del apartheid y la liberación de Namibia, como el mismo lo
dijo en uno de sus discursos.
No me atrevo a encasillar a Mandela entre la izquierda y la derecha, lo
considero un hombre que luchó contra el peor régimen racista que haya conocido
la historia colonial y contemporánea en África como lo fue el
Apartheid. El es consciente de que la mayoría del apoyo que recibió en los
tiempos más difíciles procedió de la izquierda planetaria, no fue del
imperialismo norteamericano, inglés, francés o israelí, pues todos ellos fueron
cómplices de sus 27 años de prisión.
Fue un hombre que se ubicó en el contexto sudafricano donde
4 millones de blancos por la vía de la fuerza y la represión dominaban 18
millones de Xoxa, Zulu, Koishan entre otros pueblos originarios sudafricanos,
más los migrantes hindúes como Mahatma Ghandi, quien sufrió el racismo en
Sudáfrica. Si eso es ser de izquierda, Mandela fue de Izquierda. Se
opuso a la guerra de Irak cuando acusó sarcásticamente al presidente de
Inglaterra, Tony Blair, como una especie de Ministro de Relaciones exteriores
de Estados Unidos cuando ese ex presidente justificó, al lado de la ONU, Collin Power y George
Bush las falsedades de la posesión de armas nucleares que supuestamente tenía
Sadan Hussein para justificar la invasión de parte de la OTAN.
Mandela....un sueño incompleto
La lucha de Mandela dio sus frutos políticos; en primer
lugar derribó todas aquellas teorías falsamente científicas y moralmente
injustificables de la incapacidad del africano para dirigir su propio país,
teorías inventadas por el régimen del Apartheid. En segundo lugar, dejó un
camino abierto en el poco tiempo que estuvo en la presidencia (1994-1999), para
la reconciliación nacional, avanzar en la derrota contra la discriminación, el
racismo, y eso no es nada fácil pues hay que tomar en cuenta que en solo 17
años que lleva el Congreso Nacional Africano en el poder, partido donde milita
Mandela, no es posible acabar con la aberración social y psicológica acumulada
por más de 400 años, pero se hace el esfuerzo y creemos que Sudáfrica avanzará
hacia una sociedad más justa y equilibrada. Esos avances lo vimos cuando
visitamos ese país hace justamente una década en el marco de la Conferencia Mundial
contra el Racismo celebrada en la ciudad de Durban en el año 2001.
Hoy Mandela, al igual que Chávez y Fidel Castro, es un símbolo para los pueblos
del Sur, aunque los occidentales lo han querido momificar y objetualizar, lo
han querido convertir en un objeto de consumo y de moda como hicieron con el
Che Guevara. Hoy más que nunca debemos revisar los discursos de Mándela y
su agradecimiento a Fidel Castro, su condena a la Guerra de Irak, no podemos
dejar que lo pongan en el sueño eterno de Martin Luther King con aquel famoso
discurso de “Tengo un sueño”. Los sueños de Mandela por una sociedad más
justa no se logró en el corto tiempo que ejerció el poder... la incertidumbre
en la Sudáfrica
postmandela no es muy alentadora. Hoy Mandela, junto con Graza Machel, ex
esposa del lider mozambicano Samora Machel, también asesinado por los sudafricanos,
son referentes para la reconciliación planetaria.
- Jesús Chucho García, desde Bamako, Mali. (La voz de
Afroamérica).
Mandela: político, no santón
Mandela no fue una
imitación de Cristo, como se insinúa por estos días. Fue un político. Ser
político es inmiscuirse en un mundo en el que para alcanzar fines que se
estiman buenos es inevitable
usar medios —la violencia, el engaño, la sorpresa, a veces incluso el crimen—
que condenan el alma y ensucian las manos.
CARLOS PEÑA / domingo 8
de diciembre 2013 / El Mercurio
La excepcionalidad de Nelson Mandela
deriva del hecho de que fue un político, cuya vida desmiente lo que (en
ocasiones con razón) suele creerse en estos días: que ser político siempre
equivale a carecer de escrúpulos, o a ser mediocre, o embaucador, o tonto, o
flojo.
Un vistazo a las caracterizaciones que del político se encuentran en la
literatura ayuda a medir a Mandela. La primera es muy antigua y alcanza uno de
sus puntos culminantes en las descripciones de Maquiavelo.
Según ella, ser político es
inmiscuirse en un mundo en el que para alcanzar fines que se estiman buenos es
inevitable usar medios —la violencia, el engaño, la sorpresa, a veces incluso
el crimen— que condenan el alma y ensucian las manos: apoyar la dictadura para
llegar a la democracia; ejercer la violencia para obtener la paz; sacrificar a
algunos para poner el bienestar al alcance de muchos.
La segunda imagen la sugiere
Kant en su escrito sobre la paz perpetua. La política, dice allí Kant, siempre
debe inclinarse ante la moral. Nunca al revés. Y el buen político es el que
sabe abrirse paso, con astucia y prudencia, en medio de la selva de la realidad
para realizar esos principios. El político, como cualquier ser humano, sabe lo
que debe hacer y, en consecuencia, lo hace. ¿Siempre obtiene el éxito al seguir
su deber? No, por supuesto; pero en esta vida, dice Kant, no se trata de
obtener la felicidad, el éxito o el triunfo, sino que se trata de ser digno de
ser feliz, exitoso o triunfador (aunque no se llegue a ser ni feliz ni exitoso
ni triunfador). No es la búsqueda del éxito entonces, sino la construcción de
la dignidad lo que debe guiar al político.
Ambas imágenes suelen mezclarse en
los políticos reales; pero siempre una de ellas prevalece sobre la otra. La
primera, por ejemplo, prevalece en Henry Kissinger o, para no ir tan lejos, en
Jaime Guzmán.
La segunda, en cambio, no cabe duda, predomina en Nelson Mandela.
A menudo (especialmente por estos días aliñados por la rara mística que
despierta la muerte) se presenta a Mandela como un santón que puso una y otra
vez la otra mejilla, como un sujeto movido por el amor espontáneo a los demás,
como alguien que después de la purga espiritual de la cárcel, fue capaz de
perdonar los crímenes y abusos que se infligieron a él y a su pueblo. Mandela
habría estado movido por el combustible de la reconciliación y el perdón, y al
modo de un padre amoroso, habría contagiado a todos los demás. Su mérito habría
sido el amor y no el deber. Ese punto de vista hace de la figura de Mandela
(como dijo con alegría comercial uno de sus biógrafos) una de esas que surgen
cada mil años. Una especie de Jesucristo revivido. Algo notable y
excepcionalísimo que casi por un azar histórico difícil de comprender cambió la
historia de Sudáfrica.
Pero Nelson Mandela no fue eso. Fue un político. Su gracia consiste en haber
sido un político excepcional, no un santón estándar.
Él supo transitar en medio de la jungla de la realidad y del abuso sudafricanos
con “astucia de serpiente”. Hasta su discurso en Cape Town en 1990, reconoció
la lucha armada como un camino legítimo. Y más tarde, con la “candidez de la
paloma” negoció y sedujo (esa fue la expresión que él mismo empleó) a los
blancos que dominaban a él y a su pueblo, hasta derrotarlos. Cuando alcanzó el
triunfo, fue generoso y convenció a todos, a enemigos y partidarios, a negros y
a blancos, que habían estado presos de una misma condena.
En suma, Mandela probó, en 95 años, que la política puede ser sublime. Pero
sublime no por la limpidez de sus medios o la claridad de sus resultados, sino
por los fines que la orientan y la dignidad con que se la ejerce. Mandela
merece el recuerdo y la admiración no por ser un santo (que no lo fue) ni por
haber prodigado el perdón o la reconciliación a raudales (después de todo, hizo
eso una vez que venció) ni tampoco por haber sido una sencilla paloma (a veces
se comportó también como serpiente), sino por haber sido un político moral.
Moral no porque se golpeara el pecho, se arrodillara para perdonar o hiciera
ascos a los caminos torcidos de la política, sino porque mostró a todos que en
esta vida no se trata de alcanzar el poder o el éxito sin más, sino de ser
dignos del uno o del otro (aunque, como ocurrió en su caso, se demoren en
llegar).
OPINION
Madiba, más allá de la leyenda
No puedo evocar bien la primera
vez que supe de la existencia de Nelson Mandela. Podría haber sido en 1962,
cuando al futuro presidente de Sudáfrica lo condenaron a prisión perpetua en el
roquerío destemplado de Robben Island. Podría haber sido en esa fecha, pero no
lo fue.
Yo era a la sazón un joven de
veinte años que, como tantos de mi generación en Chile, predicaba la
revolución. Bajo el menor pretexto local, nacional o internacional, salía, junto
a otros estudiantes, a las calles de Santiago a exigir justicia contra un
viento y una marea de policías armados. Y, sin embargo, entre esa multitud de
protestas no hubo una, que yo recuerde, que se organizara para reclamar la
libertad de Mandela. Entendíamos, con borrosa claridad, que el apartheid
sudafricano era una lacra racista, el sistema más inhumano y cruel en el mundo,
pero su lucha era un mero resplandor lejano frente a la urgencia de una América
latina empobrecida y ardiente. Ni siquiera durante los tres años de la
presidencia de Salvador Allende –cuyo programa de liberación nacional pudo
haber sido calcado de la
Freedom Charter de la African National
Congress– me llamó la atención la figura de Mandela.
Fue recién en 1973, cuando el
golpe militar contra Allende me arrojó al exilio, me dejó sin ancla ni país,
que el nombre de Mandela se fue convirtiendo en una especie de hogar y refugio,
una llamarada de esperanza que me alentó los días del de-sarraigo con un feroz
y tierno ejemplo de lealtad. Su significado creció más todavía debido a la
torcida colusión de los dos regímenes parias, el de Pinochet y el de Vorster y
Botha, que intercambiaban medallas y embajadores y exportaciones (incluyendo
armas y gases lacrimógenos). Esas dictaduras hermanadas en su obsesión por
eliminar toda rebeldía, toda disidencia, hicieron crecer aún más mi
identificación con el destino de Mandela, hicieron que sintiera yo, como tantos
que buscaban un mundo más decente e insobornable, que su lucha era la mía, era
la nuestra.
No obstante lo cual, tuvo Chile
que recuperar su democracia en 1990 –el mismo año en que Mandela finalmente
emergió triunfalmente de la cárcel– para que yo comenzara a comprender que
aquel ex preso político era bastante más que un símbolo o un eco. En un momento
en que Sudáfrica y Chile y muchos otros países encaraban los dilemas
turbulentos de una transición a la democracia, en que nos preguntábamos cómo
hacer frente a los terrores del pasado sin ser rehenes del odio que ese pasado
seguía engendrando, fue Mandela el que nos sirvió de modelo y guía. Al lograr
que su patria se deshiciera pacíficamente del apartheid, al negociar con sus
enemigos y mantener, sin embargo, su dignidad inquebrantable, nos dio, a tantos
que habíamos luchado durante décadas contra la injusticia, una lección
fundacional. Teníamos que aprender que puede ser éticamente más complicado
navegar las tentaciones y matices de la libertad que mantener en alto la cabeza
y el corazón batiendo fuerte en medio de una opresión que separa, sin
ambigüedad, el bien del mal.
Admirable ese hombre que, pese a
haber pasado casi treinta años en la cárcel, quizá porque pasó tanto tiempo
coexistiendo con sus más enconados adversarios, comprendió que la
reconciliación es posible, siempre, nos advirtió que no se traicione la
memoria, siempre que se exija el arrepentimiento ajeno. Más que admirable.
Porque justo cuando pensamos que no se lo podía venerar más, justo entonces
decidió no eternizarse en la presidencia. Decidió dar un ejemplo de probidad y
confianza en la democracia. Uno de los hombres más populares del planeta y un
ídolo en su país prefirió no acumular todo el poder en su persona, prefirió
preparar a su patria para el momento inevitable de su desaparición.
Ese momento ahora ha llegado.
Ahora tendrá el mundo, y en
especial Sudáfrica, que poner rumbo al futuro incierto sin su prodigiosa
presencia, lo que me atrevo a llamar su luz en nuestra oscuridad.
Y es ahora, por supuesto, que
Mandela se nos irá haciendo cada vez más peligrosamente legendario. Si no se
pudo defender en vida de la santificación insensata, ¿cómo podrá lograr desde
la muerte que se lo trate, muy simplemente, como un ser humano de carne y
hueso, alguien que, como todos los seres de nuestro universo, nace y come, come
y ama, ama y muere?
Quisiera, entonces, en este
instante doloroso en que Mandela se nos empieza a escapar entre los discursos y
los encomios, los parabienes y los paramales, los monumentos y las estatuas,
quisiera rescatar a ese hombre real, tangible, corpóreo.
Tuve la suerte de encontrarme con
Madiba (su nombre de clan) el 28 de julio de 2010 cuando visité Sudáfrica para
dar la Mandela Lecture,
una conferencia que cada año se pronuncia en su honor. Cuando me cursaron la
invitación –la primera a un latinoamericano y a un escritor–, mis anfitriones
me dijeron que Mandela nos recibiría a mí y a mi mujer Angélica en su casa para
almorzar, siempre, claro, que no estuviera enfermo. Resultó que su salud no
permitió tal agasajo, pero sí pudimos juntarnos durante una hora en la sede de
la fundación que lleva su nombre. Sería uno de los últimos encuentros de
Mandela con una visita extranjera, alguien que no perteneciera a su entorno
inmediato.
Me llamó la atención su
fragilidad, la lenta precariedad de sus movimientos, la firmeza de su mano
cuando empuñó la mía, la forma en que su cara se transformaba, como un sol al
amanecer, cuando se ponía a sonreír. Y sus mayores sonrisas eran para Graça
Machel, su segunda esposa, que lo ha cuidado en su vejez, a quien le debemos
que un hombre tan maltratado en la cárcel haya sobrevivido hasta los 95 años.
¿De qué hablamos? De Allende, por
cierto. Y de los ataques xenofóbicos a los foráneos y forasteros que son, según
Mandela, una vergüenza nacional. Y de sus esperanzas para Sudáfrica.
Todo lo cual era predecible.
Lo especial viene cuando habla de
su padre y su madre. Como todos los hombres de edad avanzada, vive una gran
parte de cada día en el pasado remoto y, en esta ocasión, debido a que
conversamos acerca de su cumpleaños, él menciona un incidente en que su padre
golpeó a su madre, una degradación que no está consignada en ninguna de sus
biografías.
De pronto, aparece otro Mandela.
Alguien que adora a su padre, pero que lo critica. Alguien que quiere a su
madre, pero que queda abochornado por su deshonra. Alguien que, mucho antes de
ser el gran protagonista que salvó a su patria y ofreció un ejemplo moral
inigualable a nuestra especie descarriada, fue un niño, chiquito e indefenso,
dándose cuenta de que la injusticia siempre comienza por los actos más
pequeños, los más aparentemente insustanciales. Un niño que presencia ese
ataque contra su madre –o quizá se lo cuentan, quizá ocurrió antes de su
nacimiento, no es evidente en su relato– y que se pregunta ante la inmensidad
desolada del continente africano por qué existe el dolor, se pregunta acerca de
un mundo autoritario que parece inalterable y que, sin embargo, necesita
rectificarse, necesita ser mejor.
Ese es el Mandela del que me
quiero acordar.
El que vivió día a día su siglo terrible
y no salió dañado de su cautiverio.
El que cultivó un jardín en la
cárcel.
Gozaba plantando y cosechando
bajo la lluvia y bajo el sol, sabiendo que tal como ejercía un mínimo control
sobre esa parcelita de tierra, también podía controlar su dignidad y sus
memorias y la fidelidad con sus compañeros. El que compartía fruta y vegetales
con los otros presos, pero también con sus carceleros, prefigurando el tipo de
nación que deseaba y soñaba.
Es así como quiero recordar a
Madiba.
Como un jardín que crece, así
como crece la memoria. Como un jardín que crece como debería crecer la
justicia. Como un jardín que nos reconcilia con la existencia y la muerte y las
pérdidas irreparables. Como un jardín que crece, como crece Mandela adentro de
todos nosotros, adentro del mundo que él ayudó a crear y que tendrá que
encontrar a tientas un modo de serle fiel.
CON AGRADECIMIENTOS A:
Victoria Herrera
Carlos Aznárez
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